¿Y si hablamos de “desprotección social”?

Un día cualquiera, en el centro de la Ciudad de Guatemala, podrías encontrar a una mujer indígena vendiendo frutas en la puerta de una iglesia. Su nombre es Saya y ha sido trabajadora del hogar por más de cincuenta años. 

“¿Me preguntas por qué estoy aquí? Pues porque a pesar de haber trabajado duramente toda mi vida como empleada doméstica, mis patrones nunca me registraron. Hoy no tengo pensión ni derecho a atención médica. Y lo poco que gano no me alcanza para nada. ¿Qué otra cosa puedo hacer?”, dice Saya con resignación. 

Saya nació en una aldea maya, en un hogar de trabajadores rurales pobres. Nunca fue a la escuela: desde muy pequeña tuvo que ayudar a su familia en la cosecha de maíz, en las tareas domésticas y en la crianza de sus siete hermanos menores. La muerte de su padre la obligó, con apenas 15 años, a viajar a la capital para emplearse como trabajadora del hogar y así contribuir al sustento familiar.  

“Siempre trabajé en la misma casa, para una gente muy adinerada, en el barrio más exclusivo de la ciudad. Y siempre sin retiro, porque el salario que me pagaban era bajísimo y no me permitía rentar ni un cuartito modesto. Así que, durante cincuenta años, viví en la casa de mis empleadores, mi lugar de trabajo. Pero no crea que mis condiciones de vida eran como las de ellos… Aunque me decían que yo era como de la familia, mi habitación era la sala de planchado, un ambiente minúsculo donde apenas cabían mi colchón y mis dos únicas mudas de ropa. Y qué decir de la comida… Me daban las sobras de lo que ellos comían. A la noche sentía el estómago tan vacío que me costaba dormir. Tal vez sea por eso que hoy tengo tantos problemas de salud”. 

A sus 65 años, Saya sufre de reuma, diabetes y anemia. Y esos empleadores que la consideraban “parte de la familia” (ahora un matrimonio de adultos mayores que viven solos en un apartamento de lujo) la despidieron hace dos meses sin compensación alguna para reemplazarla por una trabajadora “más joven y eficiente”. De un día para otro, Saya se quedó sin vivienda, sin ingresos y sin acceso a ningún beneficio de la protección social. No duerme en la calle gracias a que una hermana le dio alojamiento en su precaria casilla de chapa, en un barrio humilde alejado del centro

“He dedicado toda mi vida al trabajo; por eso no me casé ni tuve hijos. ¿En qué momento iba a formar una familia si trabajaba de sol a sol, sin días de descanso ni vacaciones, cuidando a cuatro niños, limpiando un caserón, lavando y planchando la ropa de siete personas, atendiendo a un anciano con discapacidad y hasta ocupándome de las mascotas, las compras y la jardinería? Las muchachas que trabajaban en las casas vecinas me decían que yo era ‘la mujer orquesta’. ¿Pero qué otro remedio me quedaba? Era eso o terminar en la calle”. 

Cuando ya debería estar retirada, percibiendo una pensión y accediendo a otras prestaciones de la seguridad social, Saya reparte las horas del día entre eternos viajes en ómnibus, la venta callejera de frutas, el trabajo doméstico por hora (para dos hogares) y las largas filas de espera en el hospital público, muy temprano en la mañana, donde le entregan algunos de los medicamentos que necesita. A su edad y con su delicado estado de salud, olvidada por el Estado y abandonada por sus empleadores, no tiene otra opción que seguir luchando para sobrevivir. Al igual que tantas otras trabajadoras del hogar, Saya consagró su vida al cuidado de otros, pero hoy nadie cuida de ella.  

“¿Quieres saber por qué no denuncié a mis empleadores? Cuando empecé a trabajar para ellos, era casi una niña y no sabía nada sobre mis derechos ni era consciente de que me explotaban. Al contrario: estaba agradecida porque me habían acogido en la familia y, según me habían prometido, me mandarían a la escuela. Con el tiempo, la carga de trabajo fue haciéndose cada vez mayor, hasta tornarse insoportable, y por un sueldo miserable. La promesa de darme educación jamás se cumplió. Entonces, comencé a hacer preguntas y cuestionamientos incómodos”.  

Pero el justo reclamo que debía haber dado origen a una mejora en las condiciones de trabajo y de vida de Saya terminó siendo el principio de una pesadilla.

“Cuando alcé la voz, las cosas se pusieron bien malas. Empezaron los maltratos, los insultos… Me llamaban “perezosa”, “ingrata”, “salvaje”. Hasta el abuelito me golpeaba con el bastón y a veces me tocaba las partes íntimas. Si me quejaba, me amenazaban con despedirme y denunciarme por robo. Pero en manos de esta sirvienta maya bruta y poco confiable seguían dejando el cuidado de sus hijos, a los que yo amaba como si fuesen míos. Fíjese usted… El miedo fue lo que me hizo callar y aguantar tanta injusticia”. 

La historia de Saya es la historia de millones de trabajadoras del hogar en distintos lugares del mundo. Ya sea por falta de protección legal -como sucede en Guatemala y en muchos otros países- o por el incumplimiento de la legislación vigente, más del 80% de las trabajadoras del hogar a nivel global están empleadas en condiciones informales y sólo el 6% tienen acceso pleno a la protección social. El sector es, además, uno de los que registran las mayores tasas de trabajo infantil y trabajo forzoso.  

La exclusión sistemática de la protección legal y social, así como la violación de derechos laborales y humanos afecta desproporcionadamente a las trabajadoras del hogar que enfrentan múltiples formas de discriminación en base a género, raza, etnia, clase social y estatus migratorio, entre otras. El caso de Saya es una clara prueba de ello: una niña indígena, migrante interna, pobre y vulnerable tiene más probabilidades que otras de ser víctima de explotación y abuso en el sector del trabajo doméstico. Como ella misma dice con ironía: “La sociedad da por sentado que las indígenas somos sirvientas y que las sirvientas somos indígenas”.  

Puede que tú, que estás leyendo esta historia, seas empleador o empleadora de una trabajadora del hogar. O quizás seas un funcionario público que al salir de la iglesia sueles cruzarte con una mujer de piel ajada, ojos tristes y manos curtidas por el esfuerzo, vendiendo frutas. Es hora de que tomes conciencia de que la formalización y el acceso a la protección social para las trabajadoras del hogar no pueden esperar. Es una cuestión de justicia social. Pero tampoco puede esperar la inversión en sistemas de cuidados universales, públicos, de calidad, inclusivos y basados en el principio de la solidaridad hacia quienes proveen y reciben cuidados. Es una cuestión de derechos humanos. 

Si de verdad queremos un mundo mejor, empecemos por cuidar a quienes nos cuidan.

EXENCIÓN DE RESPONSABILIDADES:

Si bien el contenido de la serie de historias "Una Voz, Todas las Voces" está inspirado en hechos reales, todos los personajes, situaciones, nombres, lugares y otros detalles son ficticios. Cada una de estas historias es un "mosaico" basado en historias de trabajadoras del hogar de la vida real de todo el mundo, unidas por las mismas experiencias, desafíos y luchas.